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Cómo pasa el tiempo! - Parte 1

Redacción revista eSmás | Revista eSmás Vilagarcía Nº 19

Parece que fue ayer, y ya han transcurrido 74 años desde aquel 30 de noviembre de 1943, a las 06:00 horas, en que llegué a la vida.
Cómo pasa el tiempo!    -   Parte 1

Parece que fue ayer, y ya han transcurrido 74 años desde aquel 30 de noviembre de 1943, a las 06:00 horas, en que llegué a la vida. Son muchos años, sin duda. Pero han pasado en un suspiro. La niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez o plenitud vital, y, finalmente, la vejez. Períodos de la vida que no todos tienen la fortuna de poder alcanzar.

 

A lo largo de toda una vida, en las distintas etapas que se van sucediendo, se acumulan experiencias que quedan grabadas en la memoria como un tatuaje neuronal. Y cuando uno ya está rozando la vejez, parece inevitable echar la vista atrás y recordar vivencias, únicas e irrepetibles, de la niñez, de la adolescencia y de la juventud. Todas las demás... todavía sucedieron ayer.

El colegio

Recuerdo aquellos primeros años del colegio, en Primera Enseñanza, en los que la ‘pedagogía’ de la bofetada, de la letra con sangre entra, de rodillas con los brazos en cruz... estaba muy arraigada en los centros educativos. Mi andadura escolar se inició en un parvulario no reglado -entonces, no existían parvularios públicos-, y de allí pasé a un Colegio Público. En aquel centro educativo tuve dos maestros, cuyos métodos de enseñanza eran diametralmente opuestos. Por razones obvias, preservaré la identidad de ambos y los denominaré maestros ‘X’ e ‘Y’.
 

El maestro ‘X’, que únicamente me dio clase durante un curso -¡menos mal!-, cuando yo tenía 9 años, aplicaba un particular y ‘pedagógico’ método de enseñanza. Si no sabíamos una lección, de un par de sopapos no nos libraba ni el sursuncorda. Pero si no conseguíamos resolver un problema de aritmética, el castigo individual o colectivo, consistía en golpear reiteradamente los glúteos del alumno con una caña de bambú de tres nudos, algo más de dos palmos de longitud y unos dos centímetros de diámetro. El entusiasmo (ensañamiento) con el que propinaba aquellos golpes, hacía que algunos de ellos se desviaran, incontrolados, a la región sacra (rabadilla), produciendo, además de un dolor insoportable, unas heridas que semejaban latigazos. ¡Y eso que llevábamos los pantalones puestos! Lo que evidenciaba la fuerza con la que infligía aquel brutal castigo. Cuando toda la clase -alrededor de 30 alumnos- era ‘merecedora’ de tal correctivo, sobrecogía vernos en fila, presenciando el lamentable espectáculo de golpes y gritos de dolor, lágrimas incluidas, esperando, estremecidos, que a cada uno le llegara su turno... Sorprendentemente, después de recibir aquella paliza de ‘padre y muy señor mío’, continuábamos sin saber cómo se resolvía aquel puñetero problema. Y así sucesivamente.

El Maestro ‘Y’ (con mayúscula), con el que estuve tres cursos completos, del que sus exalumnos guardamos el mejor de los recuerdos, era un hombre íntegro, vocacional, que hizo del Magisterio su razón de ser y de sentir. Un educador en toda la extensión de la palabra. Su método de enseñanza nada tenía que ver con el del otro maestro. Es cierto que, como era costumbre en el ámbito escolar de la época, alguna vez también nos castigaba (bofetadas o de rodillas), pero únicamente si nuestro comportamiento significaba una falta de respeto hacia él, desobediencia, o derivaba en burla hacia algún compañero de clase. Pero, en honor a la verdad, no era proclive al castigo físico. Si no sabíamos una lección, el castigo consistía en quedarse una hora más, estudiando, por la tarde. Pero si no conseguíamos resolver un problema aritmético, nos hacía salir al encerado para que, con sus didácticas, razonadas e instructivas explicaciones, analizáramos correctamente y comprendiéramos el enunciado. Y así, paso a paso, lográramos llegar a la solución definitiva. Era un consumado pedagogo. In memóriam.

Recuerdo que, cursando 2o y 3o de bachillerato en el Instituto laboral, cinco exalumnos suyos asistíamos a sus clases particulares de apoyo, en las asignaturas de Matemáticas (su especialidad docente), Lengua y Literatura, y Geografía e Historia. De esta última materia, eliminando todo contenido superfluo, nos preparó unos magníficos apuntes que él mismo escribió a máquina.

 

Ciertamente, en aquella época (años 50 del siglo pasado) -que en ese aspecto, poco se diferenciaba de la de nuestros padres-, los castigos físicos en los colegios e institutos -salvo honrosas, aunque escasas, excepciones-, de alguna manera, estaban ‘institucionalizados’, como ‘norma’ general, e incomprensiblemente aceptados por gran parte de la sociedad. Han transcurrido más de 60 años desde entonces, y la distancia temporal, como no podía ser de otra forma, ha conseguido que aquellas, otrora, amargas vivencias se fueran diluyendo y transmutando en anecdóticos, aunque desagradables, recuerdos.

Quiero pensar, sin embargo -y desearía estar en lo cierto-, que mi generación fue la última que padeció aquellos injustos e irracionales castigos. Pero, como somos una sociedad de extremos, en la que el término medio, el equilibrio, no suele ser un factor predominante, se cambiaron las tornas: hoy, en gran medida, los profesores perdieron su autoridad, y son los alumnos -¡quién lo iba a decir!- quienes ‘maltratan’ a los profesores. En definitiva, la ponderación, como sinónimo de estabilidad, tanto en la enseñanza como en otros ámbitos de la sociedad actual, está perdiendo su esencia y su significado. ¡Qué lástima!


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